Cristina
Vela
Medusas y Ballenas
Dibujo
18.10.19 / 03.11.19
Medusas y Ballenas
Llamadme por Elena Medel.
DIEZ. El dolor igual que un tobogán: Cristina Vela nos empuja con violencia hasta ese vientre de la ballena en que Jonás descubrió que, quizás, las vísceras nos acogerían de forma más amable que la tierra. Cápsula de olvido, cuidado aun así, porque los huesos y la carne nos resguardan de quienes pretenden el daño; pero con los minutos, y con los pensamientos y lo que se recuerda, la soledad –ahora no divertimento, ahora punzón ahí, muy hondo– mina y obliga. Jonás, ballena, vientre, miedo: el perdón. ¿Qué anhela la protagonista de Medusas y ballenas? Allá el cielo, pues, y abajo, las raíces: puntos cardinales de lo incómodo.
NUEVE. «Bienvenidas, raíces», se felicitó Anne Sexton por su nudo al suelo y al origen; mal atado, descubrimos más tarde, cuando logró suicidarse tras varios intentos. Desnuda, con un abrigo viejo de su madre, en el garaje de casa, se ahogó en whisky y monóxido de carbono. Por su parte, Cristina Vela modela la voz y el cuerpo de Medusas y ballenas: bienvenidos, animales que terminan en mujer; bienvenidas, visiones que removéis nuestros estómagos, metáforas con el estremecimiento preciso de ese suelo, de ese origen, que Sexton bendijo y al que la protagonista de Medusas y ballenas se aferra con tacones de aguja. También desnuda, igual que Sexton. Sin embargo, intuimos que su bañera es su garaje; permitimos que el gel explote en nuestros brazos, casi alcohol de olvidar.
OCHO. Porque esa protagonista no se llama Jonás, ni se la nombra Ismael: anónima página tras página, hermosísima en la inocencia de los pocos años –le SIETE. Una protagonista, pues. Y ballenas, decíamos: la celda del predicador en su huida, la obsesión de Ahab en su falta, en Medusas y ballenas la sensación del hogar que falta y que se busca y que se inventa, si es preciso, si el dolor lo impone. Dolor, de nuevo. Igual olvido. Y no se desea lo abstracto, aquello cuyo tacto parece imposible, sino lo que existe, lo que es: el cuerpo que se acaricia en la consulta del médico, que se retrata en el frío estudio del pintor, que se descubre en el lujoso salón de los oscuros. «El amor te come el corazón o el alma», se justifica la protagonista sin que nadie pregunte, consciente de su incapacidad para el amor o el cariño. «La vida pertenece a los vivos», seguirá. «La muerte se come a los muertos». No lo imaginado, sí lo palpado, pareciera proclamar Cristina Vela. Dolor, de nuevo. Igual olvido.
SEIS. Y medusas, también: libres y acuáticas, sexuadas –lo afirman los serios caballeros académicos–, reconociendo el cuerpo propio en el cuerpo de losdemás, negando en cierto modo otro plano diferente al concreto, al de la sugestión. «Yo no creo en el hijo del hombre ni en la transmigración de las almas», escribe Cristina Vela, presta a la boca de su protagonista, o «para vislumbrar lo esencial no debes de ejercer de intelectual o de teólogo iluminado», le surge de los labios. Las medusas, en cambio, estremecen con el roce; una ballena varada, cercana a nuestras manos, acapara las malas noticias. Todo lo que existe, o casi todo, es terrible.
CUATRO. Porque para Rilke incluso «todo ángel», sus alas de tópico, su origen de cielo, «es terrible»: así también ocurre en Medusas y ballenas. Y perdonen mi insistencia en la poesía, pero sospecho que en el discurso de Cristina Vela respiran muchos versos, la reflexión de su protagonista y la historia que vive se desarrollan mientras laten los ecos de mujeres que han sabido ya no estar solas, sino estar solas: una decisión que contrasta, y de nuevo «todo ángeles terrible», con la fragilidad desde las raíces, desde los primeros encuentros con los demás, hasta la soledad última. Mujeres solas que existen porque los demás: «el único hombre que me comprendió», leemos a propósito del médico que cruza por la infancia de nuestra protagonista, «el verdadero ser que hizo sentirme mujer». Quizá no ser solas. Quizá sólo ser.
TRES. Entonces escucho a Alejandra Pizarnik: «La que murió de su vestido azul está cantando. Canta imbuida de muerte al sol de su ebriedad. Adentro de su canción hay un vestido azul, hay un caballo blanco, hay un corazón verde tatuado con los ecos de los latidos de su corazón muerto. Expuesta a todas las perdiciones, ella canta junto a una niña extraviada que es ella: su amuleto de la buena suerte. Y a pesar de la niebla verde en los labios y del frío gris en los ojos, su voz corroe la distancia que se abre entre la sed y la mano que busca el vaso. Ella canta». A Sylvia Plath: «En la zona se encharca el color, púrpura sin brillo./ El resto del cuerpo queda desteñido por completo,/ color perla.// En un foso de roca/ el mar sorbe obsesivo,/ eje del mar entero un solo hueco.// No mayor que una mosca,/ la marca del destino/ trepa por la pared.// El corazón se cierra,/ el mar se desliza en retirada,/ los espejos están amortajados». A Marosa di Giorgio: «Desde mis pocos años, yo veía los tuyos como algo serio./ Ahora sé. Sólo eras otra niña pasando por el patio de la casa./ Pero tú tenías algo gris, sombrío,/ y blancamente sombrío,/ como si desde dentro de ti/ saltaran nardos».
DOS. Y entonces leo de nuevo a Cristina Vela, la «tinta pura azul» prestada por Louis Aragon para su bolígrafo, la confidencia que salta de un pupitre a otro, de la carpeta de la amiga a la carpeta de la desconocida: «somos el accidente de un grano de arena en la playa». El dolor nuclear aunque minúsculo, imprescindible pese a lo imperceptible; el dolor que escapa de la primera vista, duele en el tiempo. Ser sola y a un tiempo ser en plural: pronunciar somos, despojarse del nombre para reconocerse mujer, sin más, e integrarse en un somos que permita a la lectora, al lector, conocer a Koller y a Baudin, enternecer nuestros talones, tocar las falanges de nuestros pies «con las piernas abiertas».
UNO. Cae, oceánico, el cuerpo. El cabello se desliza como tentáculo de medusa, la mujer se enfrenta a la ballena, planta cara al olvido, al dolor. Cápsula de memoria, valiente incluso así, porque los huesos y la carne nos subrayan –vulnerables– ante quienes hurgan en qué somos. El mar acoge. Mina. Obliga.
CERO. Medusas, ballenas, extrañas y oscuras compañías, puntos cardinales de lo desconocido. No Jonás, no Ismael: pero llamadme. reprocharán, no obstante, «tu espíritu inocente esconde lo mismo que en los demás», y ella asentirá– y más hermosa todavía, bella y viva, cuando se precipita al mundo; empeñada en el límite, sabemos de sus debilidades y de sus fortalezas, sabemos que no se arrepiente y que su verbo y su trazo significan la verdadera oposición al otro, ballena blanca, oscuro mundo real. Entonces zapatos altos para –bendita paradoja– no tropezar en un desolado alrededor, nunca olvidar daño tras daño: imaginamos que pide no me llaméis Jonás, no me llaméis Ismael, pues ni mi dolor ni yo existiremos mientras no exista una palabra que nos identifique.